Los que ya tenemos una cierta edad recibimos una educación centrada en una estructura bastante rígida y compartimentada del conocimiento.


Las ciencias y las letras parecían ser como el agua y el aceite, materias absolutamente inmiscibles que, por obra y gracia de la autoridad académica, catalogaban y definían a las personas en conjuntos disjuntos, sin puntos de contacto o intersección.

De ahí qué los números primos, las integrales, los cosenos o las matrices, definieran a un cierto grupo de personas, y la ortografía, la gramática o el cantar de Mío Cid, fueran atributos de otros.
El sujeto es el que realiza la acción, el afectado de la circunstancia, el predicado es lo que entendemos que le sucede. Ver y mirar, oler, perfumar y apestar, expresan categorías relacionadas, pero distintas.

Por eso, la tozuda realidad nos ha obligado a entender que en este mundo no existen estos imperativos categóricos absolutos, y que la filosofía, la estadística, la economía aplicada o la patología médica, necesitan de las mismas palabras, de los mismos adjetivos y de los mismos elementos de magnitud.
Este concepto es perfectamente aplicable al Dolor. El dolor como experiencia sensorial y emocional humana necesita de los adjetivos para definir las cualidades y necesita de los números para cuantificar sus magnitudes.
Cuando hablamos de dolor y queremos saber cómo y cuánto le duele a un paciente, intentamos que nos lo transmita de la forma más clara y objetiva posible, pero siempre matizada por la experiencia y la educación de la persona que lo transmite.

Esta subjetividad hace que el punto de vista individual del sufriente y del observador sea distinto y que la experiencia acumulada modifique aún más lo que finalmente va a quedar registrado en la historia clínica.
La importancia del relato del dolor debe apreciarse en toda su verdadera magnitud. El paciente explica lo que le sucede priorizando las características que entiende más importantes, y en el orden que le parece más relevante.

Y por contra el médico reordena esas apreciaciones y les asigna el valor que entiende que merecen. La fusión de ambas interpretaciones es la que da lugar a la expectativa de diagnóstico, pronóstico y tratamiento
Cuál de los puntos de vista es más importante, cuál está más cerca de la realidad es algo muy variable, depende de la elocuencia del paciente y de la capacidad de interpretación del médico. La experiencia siempre es un grado, pero siempre contamina la objetividad.

Aquí podríamos introducir uno de esos términos que asustan por su sonoridad y que es aplicable en casi todos los contextos de la sociedad o la cultura, la hermenéutica, el área del conocimiento que permite la interpretación de mensajes más o menos complejos.
No estaríamos muy lejos de la verdad cuando afirmamos que los médicos tienen que tener grandes dotes de hermenéutica para entender los (a veces complicados) mensajes de los pacientes crónicos, mientras que los farmacéuticos están mucho más cerca de la egiptología a la hora de interpretar las prescripciones escritas a vuela pluma por los médicos.


Hecha esta broma, cuando nos enfrentamos a un paciente debemos entender el conjunto de su experiencia para poder plantearnos un diagnóstico razonable y un tratamiento certero, y esto solo se consigue permitiendo que el paciente se exprese de una forma libre y recogiendo, no solamente las palabras de su relato, sino también la afectación que le produce hacerlo.
Esto nos lleva a cerrar el círculo: la ciencia es una expresión más del conocimiento humano impregnado profundamente de emociones.