En esta época del año, ya en vísperas de la solución de continuidad académica que suponen las vacaciones anuales, nos encontramos con un periodo de evaluación, análisis crítico, y porque no decirlo, examen de conciencia.

La educación, como procedimiento de transferencia de conocimiento, supone un proceso de impregnación de conceptos, habilidades y competencias más o menos complejo, más o menos reglado.
Ya hemos hablado antes del proceso de la educación tradicional, basado en el prudente y experimentado consejo del maestro, que tutela a uno o varios discípulos que bien por convicción, imposición y, en todo caso, por ósmosis, van recogiendo las partículas de ciencia que flotan en el ambiente académico, con las cuales confeccionarán su puzle de la sabiduría, entre el patrón aprendido y lo que añadan de su propia visión individual.
El resultado es un nuevo discurso, basado en el del maestro y recogiendo la propia experiencia y enriqueciéndolo hasta hacer uno nuevo muchas veces rompedor, ese es el privilegio del discípulo.

Tradicionalmente, el discípulo se convertía en maestro cuando estaba preparado, la necesidad apremiaba o cuando el maestro desaparecía. Sin embargo, una enseñanza reglada, normalizada, ha generado una serie de procedimientos para asegurar que ese conocimiento sea transferido de una forma satisfactoria. Esto son las evaluaciones, los exámenes.

Examinarse supone someterse al análisis y escrutinio de un tercero, y no es plato de gusto. El resto, además de tener una conciencia individual distinta y muchas veces un criterio distinto, aplican según sea el caso con flexibilidad o con rigor su propio criterio sobre el alumno.

El alumno acepta el método y sus reglas aunque, habitualmente, no participa en el proceso de definición del método, ni en la selección o cualificación de los examinadores. Por tanto, los examinados están en el lado débil del sistema y los examinadores, aposentados en el trono de la sabiduría y del poder.

Es cierto que para acceder a esos puestos de autoridad y de responsabilidad normalmente existen unos mecanismos de selección que tratan de esquivar injusticias o abusos de poder y que, generalmente, los examinadores han pasado previamente por la fase de alumnos y por ello deberían entender la circunstancia de estos cuando se presentan a las pruebas.

En este periodo, no pocos jóvenes concluyen sus periodos de formación terminan sus diplomaturas, enseñanzas, bachilleres, licenciaturas, grados o másteres. Y se hace preciso una evaluación, un examen final.
Elaborar un examen que permita reconocer los méritos y también las debilidades que premie la virtud y que penalice la ignorancia o la falta de esfuerzo no es nada sencillo, es un proceso a mitad de camino entre la ciencia y el arte, entre el rigor de los números y la emoción de las bellas artes, un resumen de la condición humana llena de dimensiones fascinantes y también de limitaciones.
Los alumnos acuden sometidos a una presión añadida una enorme descarga de neurotransmisores como las cebras que cruzan en manadas el río Mara, en Tanzania, lleno de cocodrilos, en las migraciones anuales, sabiendo que lo más fácil es que lo pase y que unos pocos desgraciadamente no puedan seguir su camino.

Finalmente, pasa la prueba y viene el periodo de los reconocimientos. Las ceremonias de graduación, becas, togas, birretes y otros tocados ceremoniales, inundan los centros de formación y se impone el reposo y la planificación del futuro. Los que han optado por un puesto recibirán la posibilidad de elegir de forma justa su nuevo ubicación como en el examen MIR (si es posible sin presiones y cortapisan electrónicas que limiten su libertad de elección y la equidad de acceso).

La vida no tiene descanso, te va sometiendo a pruebas y exámenes finales de forma continua y, por lo tanto, cuando termina una temporada, y se entregan los premios, es el momento de iniciar los preparativos de la siguiente. Solo cuando no tienes planes tu vida se extingue. Nosotros, por de pronto, ya estamos planificando el próximo curso.