Sorprende a veces encontrar términos casi homófonos que, aparentemente alejados en su significado, incluso en su etimología o historia, puedan reflejar de una forma semejante situaciones de la vida.

Este es el tiempo que nos ha tocado vivir y nuestro mundo de opulencia, de orgullosa evidencia científica, descreído de las religiones, se encuentra, como las culturas y civilizaciones del pasado, a merced de las nuevas Pandemias, de gérmenes nuevos, parientes de otros viejos.

De nuevo, como en las historias del pasado, la población asiste atónita a la evolución de los acontecimientos mientras los responsables no paran de hacerse cruces, de señalar responsables externos o de tratar de poner puertas a la mar, con medidas de contención.
Cuando una enfermedad afecta a un número de casos superior a los previstos se denomina epidemia, sea o no contagiosa. La obesidad o la diabetes son epidemias que se extienden por nuestro mundo y no son enfermedades contagiosas.

La tuberculosis, la viruela, el sarampión o la parotiditis sí son contagiosas, pues generaron muchos casos epidémicos, más de los previstos, entrando como zorros en un gallinero en aquella población, siendo un azote brutal en tiempos pasados, hasta que la humanidad, la ciencia y las vacunas consiguieron su control y, en el caso de la viruela, su erradicación.
El término pandemia se acuñó para definir la aparición de una enfermedad en múltiples territorios por encima de lo previsible, con gran afectación de la población y gran severidad.

Estamos pues en una situación de pandemia que no puede dejar de inquietarnos pues, como repetimos hasta la saciedad, la salud afecta a toda la población y, como integrantes de ella que somos, a los profesionales también, y no solo como problema profesional, sino por nuestra prioritaria condición humana. Todos podemos enfermar y todos vamos a morir, pero cuando llegue nuestro momento y no antes.

El otro concepto de semejante apariencia fue acuñado por John Milton, ensayista y poeta de principio de siglo XVII. Milton, próximo a las ideas liberales y parlamentarias en tiempos de transición en la monarquía británica y con la muerte sin descendencia de Isabel I y el cambio de dinastía a los Estuardo, se plantea el dilema del bien y del mal, y la pérdida de bienestar al abandonar el paraíso (“El paraíso perdido”).

Cuenta la historia de Adán y Eva, su relación con Dios y el Diablo, y el papel de éste como elemento distorsionador de un equilibrio donde Dios era la figura central no discutida y Lucifer se rebela, poniendo en entredicho su autoridad y convenciendo a Adán y Eva para desobedecerle, acarreando la aparición del sufrimiento, el dolor y la muerte.
En ese contexto, la capital del infierno, el lugar donde se concentra el mal y todos sus representantes, se bautiza como Pandemonium.

Ese pandemónium, cúmulo de todos los males, parece solaparse a la Pandemia como un único concepto, a caballo entre enfermedad y mal y nos arrastra a todos como arrasaría un Tsunami.

Pese al gran avance de la Virología (sección de la Microbiología que estudia los virus o parásitos de otros hasta la aniquilación de estos últimos) nos encontramos hoy en día como en los albores de esta ciencia, cuando Pasteur, Yersin, o Koch se afanaban en el estudio y descripción de los gérmenes que diezmaban la población y los mecanismos de transmisión de las enfermedades.

En estos momentos difíciles cabe pensar en otras figuras no menos relevantes de nuestra tradición judeo-cristiana, como Noé que, alertado por Dios, se preparó para afrontar un gran cataclismo, se recluyó con su grupo familiar en un entorno cerrado y realizó un acopio de vituallas y de lo necesario para reiniciar al pasar la tempestad (40 días según la tradición).

Esperemos que cada uno en nuestro arca, seamos capaces de capear con éxito el “Estado de Alerta” en el que vivimos autoconfinados y que, transcurrido el periodo de ciclo-génesis, una paloma, traiga en el pico una ramita de olivo o un trocito de brócoli indicando que las aguas han vuelto a sus cauces.

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